Dr. F. Javier Rascón.
Hospital Universitario Son Espases. Servicio de Medicina Interna. Unitat de Malaties Autoimmunes i Sistèmiques.
Antes de que leas este post, te invitamos a que mires la entrada previa «Reflexiones de un médico internista, parte 1, por F.J. Rascón«, porque ésta es su segunda parte.
Entonces, y volviendo al tema principal, ¿En qué consiste la especialidad de medicina interna? Propongo una definición: un internista es un trabajador del conocimiento médico capacitado para identificar y gestionar de la mejor manera posible los problemas clínicos de un paciente.
¿Qué quiere decir esto? El internista es el especialista que mejor ha de conocer los cimientos de la fisiopatología médica, la base sobre la que se construye todo el conocimiento posterior. El concepto de “global” viene de que ningún elemento del organismo le es ajeno y ha de ser capaz de integrar todos los síntomas y signos del paciente, así como toda la información complementaria (analíticas, exploraciones radiológicas, etc.) de tal manera que sea posible definir los problemas reales del paciente y decidir qué recursos son los mejores para él. Recordemos que los enfermos no vienen con problemas médicos, sino con síntomas, y que éstos pueden ser de lo más variopintos. Un paciente puede acudir a la consulta por un dolor ocular y acabar con un diagnóstico de una enfermedad reumática, sin que a priori parezca evidente una conexión entre los ojos y las articulaciones. Otro paciente puede presentar múltiples síntomas que de entrada no parecen asociarse con un órgano en concreto, sino que han de ser agrupados convenientemente para darles coherencia fisiopatológica y consistencia clínica.
Con estos síntomas ya empezamos a elaborar hipótesis diagnósticas y, a partir de aquí, decidir qué exploraciones son necesarias y cuáles no, si es necesario consultar a un especialista en concreto o si el problema es abordable. Mientras el especialista tiene un conocimiento vertical, en profundidad, sobre su área de trabajo, el internista posee un conocimiento horizontal sobre la fisiopatología de todo el organismo. No es cuestión de volumen de conocimiento, puesto que ambos han de saber mucho, sino de distintas áreas de competencias que en algunos puntos se superponen. En entornos de alta complejidad no es fácil delimitar cuántas enfermedades tiene un paciente, y para ello, este conocimiento horizontal es fundamental.
El internista, al ser capaz de identificar cuáles son los problemas del paciente, está en una posición privilegiada para aprender a gestionarlos, de manera marcada en pacientes complicados donde la clínica es sutil o donde coexisten varios órganos dañados. No dominará como el nefrólogo la patología concreta renal, pero sabrá integrar la información sobre el riñón de tal manera que podrá delimitar la extensión, gravedad y solución del problema nefrológico, en situaciones donde además es posible que el corazón o los pulmones también tengan algo que decir.
Si a esta complejidad le sumamos la enorme cantidad de recursos disponibles hoy en día en los hospitales modernos y la facilidad que tenemos para ingresar pacientes y solicitar pruebas, no nos extrañe la gran repercusión tanto económica como social que supone hoy en día trabajar en el medio sanitario. Identificar y gestionar correctamente esos problemas clínicos evita tanto el infradiagnóstico (enfermedades que pasaron desapercibidas por no interpretar correctamente los datos disponibles) como el supradiagnóstico (encontrar hallazgos casuales de dudosa significación clínica por realizar exploraciones innecesarias).
La gestión del problema clínico no implica necesariamente su diagnóstico y su tratamiento, sino entender cuál es la mejor manera para llegar a ellos y quién es el médico necesario en cada momento. Es habitual que el internista sepa diagnosticar y resolver un porcentaje elevado de los mismos, pero obviamente no puede ser así en la totalidad de los casos.
Por simplificar, digamos que en un hospital hay básicamente tres tipos de recursos. Primero, el soporte de cuidados a los pacientes hospitalizados, con un nivel máximo en los enfermos críticos que precisan de monitorización continúa y soporte hemodinámico, donde el riesgo vital es máximo, pasando por un nivel intermedio en la planta convencional de hospitalización y mínimo en entornos como los Hospitales de Día. Segundo, la tecnología sanitaria. La resonancia magnética, los gabinetes de exploraciones pulmonares o los quirófanos, que son la base para confirmar diagnósticos y ofrecer tratamientos definidos. Y tercero, el conocimiento especializado, soportado por los profesionales que aplican ese saber. El dominio de estos recursos permite responder a las preguntas de si el paciente ha de estar ingresado o no en función del nivel de cuidados (uso apropiado de las camas hospitalarias), si se ha de priorizar una exploración complementaria o no (uso eficiente de la tecnología) o si se ha de consultar a un especialista o varios (optimización del conocimiento). Por tanto, el internista ha de ser un profesional central en el medio hospitalario como dinamizador y gestor principal del paciente complejo, apoyado y complementado, como no puede ser de otra forma, por la intervención del especialista cuando es necesario.
Entonces, ¿qué puede hacer un internista? La respuesta es fácil: lo que se proponga dentro de su área de conocimiento fisiopatológico y de su capacidad de gestión clínica. Es el engranaje que mantiene conectado a todo un entorno sanitario de alta complejidad. El internista puede llevar una planta de hospitalización con pacientes pluripatológicos, dar soporte médico a los cirujanos con pacientes complejos, colaborar con los equipos de Atención Primaria en la resolución de casos urgentes o difíciles o subespecializarse en enfermedades sistémicas por poner un ejemplo. Los límites no están en el hospital, porque en realidad todo el sistema sanitario ha de ser un todo integrado y conectado entre sí, sino en el propio facultativo. Como todo en la vida, aparte de las luces, existen las sombras. Hay servicios de medicina interna donde todo este potencial está infrautilizado y donde sólo se concibe al internista como el médico del paciente geriátrico o con poco margen de mejora. Es cierto que el internista es de los profesionales más cualificados para ello por el perfil de estos pacientes. Pero esto no es más que una parte de todo el espectro de posibilidades. Depende, como siempre, de la voluntad y la ilusión que le pongamos a nuestra labor.
Recordemos que alrededor del problema clínico hay una persona que no está en sus mejores días. Que a veces no somos portadores de buenas noticias y que estamos acompañando en su viaje a pacientes en los que todos los recursos técnicos y humanos no van a ser suficientes. En definitiva, que la gestión emocional ha de estar presente en nuestra labor. Seríamos médicos incompletos si no lo hiciéramos. Porque el internista, sobre todo, es un gestor de problemas clínicos de personas, no de órganos ni de analíticas.
Resumiendo, y por ampliar la definición anterior, mi propuesta de lo que ha de ser un internista, seguro que incompleta y muy personal, pero al fin y al cabo la que me motiva a seguir adelante y la que da sentido a lo que hago cada día, es la siguiente: Un internista es un trabajador del conocimiento médico capacitado para identificar y gestionar de la mejor manera posible los problemas clínicos de un paciente, ofreciendo el mejor recurso disponible para cada momento, tanto técnico como humano, con el objetivo de mejorar al máximo la vida del enfermo.
Espero que esto sirva para activar alguna motivación oculta y para que dejemos de ser “seres extraños que hacen cosas raras”. Somos seres humanos con un trabajo, si nos lo proponemos, apasionante.