Reflexiones de un médico internista. Parte 1.

19 de marzo de 2018

Dr. F. Javier Rascón.
Hospital Universitario Son Espases. Servicio de Medicina Interna. Unitat de Malaties Autoimmunes i Sistèmiques.

Desde el equipo editorial, agradecemos al Dr. F. Javier Rascón, su generosidad al facilitarnos esta interesante descripción sobre la Medicina Interna, que invita sin duda al debate y a la reflexión. Por su extensión dividiremos el texto en dos entradas, siendo ésta la primera de las mismas.

Entender la Medicina Interna para el público general no es tarea fácil. No porque falte capacidad para ello, sino porque a veces ni los propios internistas somos capaces de transmitir lo que hacemos. No es extraño que los pacientes nos pregunten si somos especialistas en “algo” en concreto. Algo identificable y distintivo de los demás especialistas y que se aleje del insatisfactorio concepto de “generalista”, que tampoco ayuda. Llevamos lustros entretenidos, con cierta pesadez, en darle vueltas al concepto, pero atrapados en la manida “visión integral del enfermo” y en la no menos misteriosa idea del “enfoque global del paciente”. Esta imprecisión crea una cierta desconfianza por parte de los pacientes que acaban en nuestras manos, similar a la de familiares y amigos que acaban identificándonos como médicos un tanto raros. Se echa de menos una revisión del asunto que pueda desvelar el misterio y tranquilizar en su inquietud a los potenciales pacientes que todavía no saben ni quiénes somos ni qué hacemos.

Para empezar, hablemos de qué es ser médico hoy en día, algo quizás más intuitivo para todos. Un médico, dirán, es alguien que conoce el cuerpo, las enfermedades y los remedios para curarlas. Y es correcto, pero sólo a medias.

Peter Drucker, conocido en el mundo empresarial como el padre de la gestión moderna, acuñó un término para definir lo que, a su modo de ver, iban a ser los trabajadores del futuro. Tras pasar de una época basada en la producción industrial mecanizada, donde el empleado medio tenía tareas claramente definidas y medibles, con poco margen de maniobra para decidir qué hacer o qué no hacer cada día (como un operario en una fábrica de automóviles, por ejemplo), entramos en un entorno laboral moderno mucho menos claro y definido. Un arquitecto, por ejemplo, que recibe el encargo de diseñar una escuela. Si bien tendrá unos plazos, un presupuesto, unas limitaciones urbanísticas y otros condicionantes diversos, nadie le dice por las mañanas ni qué ni cómo ha de trabajar. Es una decisión que la persona ha de tomar cada día. Con mayor o menor creatividad, controlando el tiempo, priorizando tareas, pero, en cualquier caso, decidiendo qué y cómo realiza sus tareas para llegar al objetivo final.

El trabajo cualificado deja de ser estandarizado y rutinario y se convierte en indefinido excepto por las condiciones iniciales y el objetivo final. El trabajador de la fábrica de coches tiene tareas claramente definidas (montar el motor en el chasis, verificar el circuito eléctrico, etc.) pero el arquitecto ha de usar su conocimiento para idear la tarea a realizar. Drucker denominó a este colectivo como los “trabajadores del conocimiento”, y de alguna manera intuyó que en el futuro serían los activos más valiosos en cualquier empresa. Dos arquitectos serán capaces de llegar a construir el mismo edificio, pero cada uno empleará métodos y recursos diferentes.

Un médico en realidad es exactamente eso: un trabajador del conocimiento. Tiene un horario aproximado y unas tareas genéricas que cubrir (su agenda de consultas o los pacientes ingresados a su cargo), pero lo que tiene que hacer en realidad (si solicita una exploración, si da el alta a un paciente o si necesita la opinión de otro compañero) lo decide diariamente en base a su conocimiento. El objetivo es diagnosticar, curar o mejorar la vida de sus pacientes, pero el proceso para llegar a este punto no está definido ni para cada médico ni para cada paciente, sino que ha de usar su cerebro para tomar la decisión que considera óptima en cada momento ajustándose a las circunstancias que le rodean.

El trabajador del conocimiento necesita, por tanto, formación, que con el desarrollo de la tecnología sanitaria y a medida que se avanza en el conocimiento científico, cada vez es más amplia y resulta inabarcable para una sola persona. Con los años, y en base a ese crecimiento natural, se han ido desarrollando especialidades médicas, quirúrgicas e incluso subespecialidades dentro de aquellas. La cardiología ya es una entidad en sí misma, con profesionales dedicados principalmente al estudio y el tratamiento de las enfermedades relacionadas con el corazón y el entorno cardiovascular. Y aun así, son necesarios unos cardiólogos que dominen la hemodinámica y otros la electrofisiología. Se precisa de aprendizaje y dedicación continua para controlar las habilidades de cada procedimiento diagnóstico o terapéutico. Por tanto, cuando necesitamos un cateterismo, nos lo hará un cardiólogo subespecializado, con destreza y experiencia en la técnica en cuestión, porque es el médico mejor formado para ello. Es fácil entender por qué es bueno que existan especialidades para garantizar la máxima capacitación del profesional. Entonces, y volviendo al tema principal, ¿en qué consiste la especialidad de Medicina Interna?